Chejov continúa inspirando a cuentistas y dramaturgos a lo largo de América. Desde los deslumbrantes nuevos cultores de flash fiction en los Estados Unidos hasta los jóvenes aprendices de los talleres porteños, la influencia de la tierna mirada chejoviana sobre seres que tienen poco y aspiran a lo absoluto hablan de un espíritu común, quizá propio de la soledad espejada en tierras inmensas y vacías.
Desde las propiedades rurales en la estepa rusa al ranch norteamericano o a la estancia argentina, vemos el común fundamento de una cultura rural y provincial en tránsito a una difícil o inalcanzable cultura urbana como modelo básico de marginación que parece nutrir el pathos de personajes rusos y americanos, siempre confrontados con una realidad mejor a la cual no pueden acceder. En este siglo, el modelo sirve aún para ocuparse de los excluidos, ya sea dentro de una sociedad próspera como dentro de países pobres que no pueden acceder ya no a “Moscú” sino a la sociedad cosmopolita y global. Así, desde Alaska hasta Tierra del Fuego, los escritores americanos producimos frecuentemente textos con una inconfundible matriz dentro de la tradición literaria: aquellos inolvidables personajes de Chejov, fabricados con decepción entrejida con esperanza, con inocencia bordada con primor y culpa.
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